Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. (Jn. 7:37)
Las palabras "todo el que quiera, puede venir", se interpretan
generalmente como queriendo decir que la salvación es un
asunto dejado a la voluntad y decisión del pecador. Se
reconoce que no todos son salvos, pues no todos quieren ir a Cristo,
pero eso no sería debido a cualquier incapacidad de la
voluntad o ceguera espiritual del entendimiento, sino simplemente
a un mal uso del poder de la voluntad, de la que el hombre es
dueño y señor. Aunque pueda admitirse que está
inclinado por naturaleza a rechazar la salvación en Cristo,
sin embargo, mantiene el poder para volverse y aceptarle: puede
querer lo que le plazca, y desear todo lo que estime oportuno.
Su voluntad es libre: soberana y arbitrariamente libre; por eso
puede aceptar o rechazar a Cristo. Y esa facultad la conservará
hasta la muerte. Lo que acepta hoy, puede dejarlo mañana.
De ahí que sea salvo sólo si acepta a Cristo en
el mismo instante de morir, o si mantiene hasta el final la decisión
por Cristo que un día hizo. Si la aceptación ha
durado toda una vida, pero al final se abandona, entonces estaría
perdido.
Este planteamiento supone que es esencial para la libertad de
la voluntad su condición de indiferencia o arbitrariedad,
es decir, que puede escoger una cosa o su contrario sin ningún
condicionante. Sin embargo, en esta postura no se explica por
qué, si la voluntad es así, no siguen siempre en
el peligro de elegir lo opuesto, y caer en la condenación,
aquellos que gozan ya de la presencia de Cristo en el cielo. Mal
encaja este tipo de libertad con la permanencia en la salvación
para siempre.
En cualquier caso, es evidente que no podemos admitir ese planteamiento,
pues es absurdo y opuesto a la experiencia, y contrario a todo
lo que enseña la Escritura sobre el estado del hombre natural
y sobre la gracia soberana de Dios para salvación. Una
tal voluntad del hombre que sea indiferente y arbitraria, que
pueda elegir una cosa o su opuesto, sencillamente no existe. La
voluntad siempre está motivada para sus elecciones, nunca
es neutral. Así ocurre en el mundo material; )por qué
quieres comer o beber? porque tienes hambre o sed. Cuando quedas
satisfecho entonces ya no quieres. Lo mismo ocurre en el plano
espiritual. El querer ir a Cristo tiene unos motivos específicos.
A él se va porque se está anhelante del Dios vivo;
porque se está cansado del pecado y se busca reposo, el
reposo del perdón, de la justicia eterna y de la comunión
con Dios; se va a Cristo porque se sabe que él es el único
camino; porque se está sediento del agua viva, y la Fuente
está abierta sólo en él. Y todo esto de ninguna
manera es del pecador mismo, sino el fruto de la gracia.
Cristo es la fuente del agua de vida. En el paraíso de
Dios el río del agua de vida fluye del trono de Dios y
del Cordero, lo que significa que procede de Dios a través
de Cristo. En el último día, el gran día
de la fiesta de los tabernáculos, cuando la jarra de oro
se llenaba con agua del estanque de Siloé, Jesús
se puso en pie y alzó la voz, diciendo: "Si alguno
tiene sed, venga a mí y beba" (Jn. 7:37). A la samaritana
en el pozo, le dijo: "Si conocieras el don de Dios, y quién
es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías,
y él te daría agua viva". Y luego: "Cualquiera
que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que
bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás;
sino que el agua que yo le daré será en él
una fuente de agua que salte para vida eterna" (Jn. 4:10,13,14).
La apertura de esta fuente de agua viva en Cristo ya fue tipificada
y predicha siglos antes en la antigua dispensación. La
sed de los hijos de Israel fue maravillosamente apagada con agua
de la roca, y el apóstol Pablo refiriéndose a ese
milagro de la gracia, escribe que "todos bebieron de la misma
bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual
que los seguía, y la roca era Cristo" (la
Co. 10:4). Cristo los seguía en el peregrinar en el desierto,
y se reveló a sí mismo al suplirles con agua de
la roca. Es con la mirada puesta en su venida que clama Isaías:
"A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen
dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin
precio vino y leche" (Is. 55:1). Y también pudo proclamar
la bendita promesa: "Porque yo derramaré aguas sobre
el sequedal, y ríos sobre la tierra árida"
(Is. 44:3). Y el Señor promete por medio de su profeta
Zacarías: "En aquel tiempo habrá un manantial
abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén,
para la purificación del pecado y la inmundicia".
Y acontecerá en ese día de salvación "que
saldrán de Jerusalén aguas vivas" (Zac. 13:1;
14:8). Ese manantial está abierto en Cristo, y de él
fluyen los ríos de agua viva.
¿Qué significado tiene ese símbolo?
El agua tiene en la Biblia un significado simbólico muy rico. Algunas veces hace referencia a la aflicción profunda que anega nuestra alma y las olas que nos abaten. Como un signo de realidades espirituales indica tres cosas principalmente: separación, limpieza y vivificación espiritual, y renovación. El agua del bautismo es un signo y sello de la separación espiritual del mundo en la comunión con Cristo, así como de la limpieza del pecado para la justicia eterna. Por eso las aguas del diluvio fueron un tipo del bautismo en Cristo, pues por el agua (no por el arca) fue limpiada la iglesia y separada del mundo impío que pereció bajo las aguas del juicio (la P. 3:20,21). En el mismo sentido tipificaron el bautismo las aguas del Mar Rojo, porque por ellas el pueblo de Israel quedó separado para Dios frente a Faraón y su ejército, y la casa de servidumbre en Egipto. Y por el bautismo el viejo hombre de pecado es tragado y surge el nuevo en Cristo, separado del pecado y del mundo impío, resucitado con Cristo a una nueva vida de comunión con Dios.
Es evidente, sin embargo, que el significado es algo diferente
cuando se refiere a Cristo como la fuente de agua viva. En este
caso indica vivificación, renovación, y satisfacción
completa. Puede decirse, en primer lugar, que el agua viva (o
de vida) representa principalmente, y en su sentido más
profundo, al Espíritu Santo como el Espíritu de
Cristo, por quien todas las bendiciones espirituales de salvación
son concedidas a la Iglesia como un todo, y a cada creyente en
particular. Ese Espíritu es el río de agua de vida
que fluye constantemente de Dios a través de Cristo en
la Iglesia. Esto queda señalado en Isaías 44:3,
porque después de decir "derramaré aguas sobre
el sequedal", explica el símbolo añadiendo:
"Y derramaré mi Espíritu sobre tu generación".
Así lo afirma igualmente Juan 7:3739, pues la promesa
del agua viva la explica el apóstol diciendo: "Esto
dijo del Espíritu que habían de recibir los que
creyesen en él". Y la imagen del río de agua
de vida en Apocalipsis 22 muestra la misma idea, pues el río
se presenta como saliendo del trono de Dios y del Cordero. Con
la exaltación del Salvador y el derramamiento del Espíritu
Santo poco después, en el día de Pentecostés,
fue cumplida la promesa: el río de agua de vida comienza
a fluir y se abrió la fuente de agua viva.
El río de agua viva representa al Espíritu Santo
precisamente como el autor de nuestra salvación, que lleva
a cabo en nosotros todas las bendiciones espirituales en los lugares
celestiales en Cristo; bendiciones que él obtuvo para nosotros
por medio de su perfecta obediencia, y su Espíritu las
toma de él para concederlas a su pueblo. A este Espíritu
se le llama Espíritu de vida; Espíritu de adopción,
por el cual clamamos Abba, Padre; Espíritu de verdad, que
nos guía a toda verdad; Espíritu vivificante; de
santidad y santificación; de sabiduría, conocimiento
y revelación; en fin, el Espíritu de Cristo.
Según esto, él es quien nos regenera y nos hace
nacer de nuevo: partícipes de la resurrección de
Cristo. Nos da comprensión y discernimiento de las cosas
espirituales, ojos para ver, oídos para oír, corazones
renovados para entender los misterios del reino de los cielos.
Por él somos llamados de las tinieblas a la luz, del pecado
a la justicia, de la corrupción a la santidad, de la muerte
a la vida. Todas las bendiciones espirituales de conocimiento
y sabiduría, de vida y gloria, de justicia y santidad,
y todas las riquezas de la gracia, fluyen constantemente de Cristo
en el Espíritu a toda la Iglesia y a cada creyente. Por
esa gracia abundante somos renovados continuamente para vida eterna.
Y este raudal de bendición espiritual queda simbolizado
por el agua viva, o el río de agua de vida.
La multitud de bendiciones espirituales de salvación tienen
su base y fundamento en una: la justicia perfecta. La justicia
y la salvación están ligadas y conectadas de forma
tan inseparable, que a veces la propia Escritura las intercambia.
Tal como la esencia real de nuestra miseria es el pecado, así
la justicia lo es de la salvación. Sin ella no hay vida,
ni favor de Dios, ni comunión con él. Tenemos, por
consiguiente, que ser hechos justos, y eso tanto en el sentido
jurídicolegal como en el éticoespiritual.
Necesitamos ser justificados. Nuestros pecados han de ser borrados
y perdonados, y se nos tiene que imputar la justicia de Cristo,
de manera que, aunque vivamos en medio del pecado y la muerte,
nos podamos gloriar en nuestra justificación, con la certeza
de ser justos ante los ojos de Dios. Mas también tenemos
que ser santificados, vivificados a una nueva vida delante de
Dios en santidad, libres de las tinieblas, la corrupción
y toda mancha. Todo esto lo abarca la justicia, por eso en ella
consiste nuestra salvación. Por lo cual puede decirse realmente
que el agua de vida que fluye del trono de Dios y del Cordero,
es un manantial constante de justicia, perdón, luz, santidad,
amor a Dios, y vida eterna. ¡Benditos los que tienen hambre
y sed de justicia, porque ellos serán saciados!
Hay que ir, pues, a Cristo para beber el agua de la vida, esto
es, recibir de él y apropiarnos todas las bendiciones espirituales
de la gracia para obtener justicia y vida. Cristo dice: "Ven
a mí y bebe". Entendamos bien esto. Es el Cristo de
la Biblia, el Hijo de Dios encarnado, el que habitó con
nosotros, que nos ha revelado al Padre y habla palabras de vida
eterna, el que fue ordenado para morir en la cruz por nuestras
transgresiones y fue resucitado al tercer día para nuestra
justificación, el que fue exaltado en los cielos y recibió
la promesa del Espíritu Santo, el que, finalmente, derramó
su Espíritu en la Iglesia el día de Pentecostés:
ese Cristo, y no otro, es la fuente abierta del agua de vida;
él es nuestra justicia y nuestra redención completa,
y se nos da a sí mismo y todas sus bendiciones de salvación
por medio de su Espíritu. Y todo esto se realiza de una
manera tal, que nos apropiamos y recibimos todas esas bendiciones
espirituales de salvación por un acto consciente y voluntario
de nuestra parte, con el que correspondemos al acto de Cristo
de darse a nosotros. Este acto nuestro se expresa por las palabras
"venir" y "beber". El agua de la vida, si
se me permite usar la comparación, no es introducida en
nuestra garganta por un tubo, sin que hagamos nada o en contra
de nuestra voluntad. Aunque eso fuera posible, de ese modo nunca
podríamos gustar su pureza y dulzura renovadoras. Y Dios
quiere precisamente que la gustemos. Quiere que gustemos la gracia
para cuya gloria hemos sido salvados, y que conscientemente experimentemos
sus maravillas. ¡Hay que venir y beber!
¿Qué significa venir y beber de la Fuente de agua
viva? Significa que estamos sedientos: "Si alguno tiene sed,
venga a mí y beba"; "a todos los sedientos: ¡Venid
a las aguas!" Esta sed forma parte del querer venir. A menos
que el pecador tenga sed del agua de vida, es decir, de justicia,
nunca vendrá a Cristo, ni querrá beber en absoluto.
Y esta sed implica, en primer lugar, que su alma tiene una profunda
consciencia de su estado de pecado, de su condición perdida,
de su carencia de toda justicia y de estar lleno de todo pecado
y corrupción que le hace culpable delante de Dios. Implica
que deplora su pecado en verdadero arrepentimiento y anhela el
perdón, y la liberación de su poder y dominio, y
busca ser revestido con las ropas de justicia. Significa, igualmente,
que reconoce que Cristo, como la plenitud de la justicia, es la
única Fuente de agua de vida de la que tiene que beber.
Significa que el pecador suspira por Cristo y todas sus bendiciones
de salvación. Pero es necesario más: tiene que oír
y atender la palabra de Cristo: "Ven a mí y bebe".
No se trata solamente de reconocer su miseria y la grandeza de
Cristo, sino que debe volverse a él, recibirle, creer en
él y por fe obtener perdón y justicia, sabiduría
y conocimiento, luz y vida eterna. Entonces, y sólo entonces,
beberá y su alma quedará saciada.
"A todos los sedientos: ¡Venid a las aguas!"; "Y
el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la
vida gratuitamente". No os quepa duda, todo el que quiera
puede venir a Cristo y beber del agua de vida.
¿Quién vendrá? ¿Cuál es la relación
entre Cristo como la Fuente de agua viva y el pecador? ¿Se
trata simplemente de que Cristo es la Fuente que brota y brota,
y envía a sus predicadores para que llamen la atención
de la gente respecto a ese manantial, limitándose a esperar
que alguien decida venir y beber? ¡No! Si fuera así,
nadie vendría; todos despreciarían esa fuente. Porque
todos los hombres son por naturaleza hijos de ira, muertos en
delitos y pecados, siguiendo la corriente de este mundo, haciendo
la voluntad de la carne y de los pensamientos. Tienen sed, pero
no de justicia. Su sed es para las cosas del mundo, de los deseos
de la carne, de los deseos de los ojos y de la vanagloria de la
vida. El hombre natural siempre se gloría de su propia
justicia y desprecia con el pie la de Dios. Si el venir depende
de su voluntad, jamás vendrá. Ni el más formidable
ejército de atrayentes y hábiles predicadores podrá
nunca persuadir a un solo pecador para que venga y beba. Nadie
tiene de sí mismo este querer.
Mas Cristo está en primer lugar. Y nuestro querer ir y
tomar del agua de vida gratuitamente es sólo la reacción
de su acto de gracia por el que se da a sí mismo a nosotros.
Él se nos da, y nosotros le recibimos. Nos da ojos espirituales
para ver nuestra propia miseria y desdicha espiritual, y vemos
las riquezas de su plenitud; entonces le miramos como nunca antes
lo habíamos hecho. El nos lleva, y nosotros vamos. Nos
da sed, y bebemos. Cambia nuestro corazón, nuestra mente,
y nuestra voluntad por su Espíritu y su Palabra, y le encontramos
más precioso que todas las riquezas del mundo, y todo lo
consideramos estiércol ante la excelencia de su conocimiento.
¡Que nadie se gloríe en sí mismo!
Si no tienes sed del Cristo vivo, se debe a que eres ciego, muerto,
desnudo y miserable; enemigo de Dios, aborreciendo toda justicia
aunque presumas de bondad; amas más las tinieblas que la
luz, y te glorías en tu propia vergüenza. No te llenes
de soberbia delante de Dios, como si tuvieras el poder de decidir
venir a él cuando te plazca. Cristo es el Señor.
¡Nadie va a él, si el Padre no lo trae!
Por otra parte, si tienes sed y vienes a Cristo para beber, no te ensalces, pues no has venido de ti mismo. Fue su gracia la que te dio la sed. Fue él quien dijo: ¡Ven! y tú fuiste. Fue él quien se dio a sí mismo a ti, y tú bebiste, y continúas bebiendo para vida eterna. ¡El que se gloría, gloríese en el Señor!