Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y el que a mí viene, no le echo fuera.
(Jn. 6:37)
Respecto a que todo el que quiera, puede venir, ya hemos contestado a la pregunta de ¿a quién tenemos que ir?, diciendo que es a Jesús. Analizando las implicaciones de esta respuesta, encontramos que las Escrituras nos presentan a Jesús como la revelación del Dios de nuestra salvación; como el Dador-de-descanso; el Agua y el Pan de vida; el Libertador; la Luz del mundo; y la Resurrección y la vida. Querer venir a él, por lo tanto, tendría que estar motivado por el deseo de llegar a Dios, el anhelo de encontrar reposo, el hambre y la sed de justicia, el suspirar por la verdadera libertad, el amor a la luz, y el deseo más ardiente de ser liberados de la muerte y vivificados a una nueva vida.
Con todo esto, ¿qué significa venir a Jesús?
Estamos tan acostumbrados a oír esa frase que seguramente
se considerará superfluo ocuparse en aclarar su significado.
Sin embargo, es de la mayor importancia que tratemos esta cuestión.
Antes que una persona pueda prestar oído al llamamiento
de venir a Jesús, y para que pueda estar segura de que
realmente ha obedecido, primero se requiere que tenga el suficiente
conocimiento de lo que ello implica. Está claro que la
frase "venir a Jesús" es algo figurativo. En
un sentido físico, nadie puede ir a Cristo. Cuando estuvo
en la tierra y predicaba en las ciudades y pueblos de Canaán,
entonces era factible cumplir literalmente el llamamiento de venir
a él; se le podía hablar, acercarse y tocarle. Pero,
incluso entonces, si alguien hubiera entendido el llamamiento
en ese sentido material, es evidente que el Señor le habría
enseñado que tal acción no tenía valor, pues
se trataba de ir a él en sentido espiritual; lo que, para
poder cumplirse plenamente, requería primero que
él pasase por la muerte y la resurrección para así
volver en el Espíritu y ser el pan de vida para todos los
que vengan a él. A la multitud que sólo buscaba
el pan terreno y murmuraba ante las palabras de Cristo: que debían
comer su carne y beber su sangre para tener vida verdadera; le
dijo: "¿Esto os ofende? ¿Pues qué, si viéreis
al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero? El Espíritu
es el que da vida; la carne para nada aprovecha" (Jn. 6:61-63).
De manera que venir a Jesús es un acercarse espiritual
a Cristo, el Hijo de Dios hecho carne, crucificado y muerto, resucitado
al tercer día, y exaltado en los cielos, tal como está
revelado en el evangelio.
Bien podemos, pues, pararnos un momento para considerar lo que
supone este acto de venir a Jesús. ¿Qué implica
este acercarse espiritual al Cristo de la Escritura? ¿Qué
hacemos cuando vamos a Jesús? ¿Cómo es posible
para un pecador ir a Cristo?
Investigar lo que significa venir a Cristo se hace doblemente
urgente, debido a que el Jesús que anuncian muchos de los
modernos autotitulados evangelistas y avivacionistas no es más
que un abominable travestido. Y ya es tiempo de que la Iglesia,
que tiene la custodia del evangelio, y a la única que se
le ha encargado la predicación de la Palabra, levante su
voz contra esta venta de Jesús y su presentación
como un artículo religioso de saldo y rebajado, que puede
ser adquirido o dejado por decisión del pecador. Venir
a Jesús es, según una frase muy común, "aceptarlo
como nuestro salvador personal". A la que nada tendríamos
que oponer, si no fuera por las tergiversaciones conectadas a
dicha frase. Todo el énfasis recae sobre la palabra
aceptar. Hay que aceptar a Jesús, eso es todo; y cada
pecador tiene el poder para hacerlo. Todo depende de esa aceptación.
El Salvador está obligado a esperar este acto por parte
del pecador. La aceptación es la señal que se le
tiene que dar a Cristo para que pueda ir al pecador y salvarle.
Es el acto por el cual el pecador abre la puerta de su corazón
a un Cristo -que está fuera llamando-, pero que es incapaz
de entrar a menos que el pecador se lo permita. ¡Oh! Sí.
Se dice que la salvación es por gracia; incluso algunos
de estos mercachifles de la salvación se atreven a parlotear
sobre la gracia soberana. Pero la presentan como una gracia tan
desvirtuada y paralítica que no sirve para nada si el pecador
no consiente su acción salvadora.
Esto da lugar a todos los errores que el arminianismo ostenta
diariamente en los púlpitos y en la calle. Todo el énfasis
lo recibe el poder del pecador para aceptar o rechazar a Cristo,
y el resultado es que el acto mismo de venir a Cristo se presenta
como algo simple y natural. Todo lo que se requiere del pecador
es que levante la mano, o que pase al frente, o que se ponga de
rodillas y repita las palabras que el predicador recita por la
radio: "Acepto a Jesús como mi salvador personal",
y el asunto queda despachado. Con hacer eso solamente, entonces
el Espíritu Santo vendrá al corazón del pecador
y lo hará un hijo de Dios nacido de nuevo. Y, claro está,
al ver que la cosa es tan natural, y que se encuentra en el poder
de cada pecador el aceptar a Cristo, es lógico que se empleen
métodos también muy naturales para persuadirle
a que dé el paso de dejar entrar a Cristo en su corazón.
De ahí los llamamientos sensacionalistas a pasar al frente
con los que concluyen los sermones de estos predicadores que,
ausentes de una predicación expositiva, pueden decir lo
que mejor les parece. Se pone en juego todo lo que está
calculado para levantar las emociones humanas. El sentimentalismo
ocupa el lugar de la sana predicación de la Palabra. Se
le pide a la asamblea que incline la cabeza en oración
silenciosa; el órgano suena plácido; el coro puede
entonar suavemente: "Cuán tiernamente nos está
llamando", o: "Tal como soy, sin una sola excusa".
Mientras tanto, el predicador invita y ruega, y con su voz llena
de emoción pide a los pecadores que levanten la mano, que
pasen al frente, que dejen entrar a Jesús en sus corazones
y lo acepten como su Salvador personal. Les habla de un Dios que
está suplicando el privilegio de entrar en sus corazones,
y de un Espíritu Santo que está deseoso de hacerlos
hijos de Dios; y, por contra, presenta al pecador como el
sujeto de quien depende la vida y la muerte, el cielo y el infierno,
y todo lo que tenga que ver con la salvación, ¡hasta
la propia gloria de Dios en Cristo! No debe sorprendernos que
el resultado sea tan "natural" como los métodos
empleados. En lugar del nuevo nacimiento, sólo se suscitan
emociones; alguna que otra lágrima de autocompasión
sustituye al verdadero arrepentimiento, ¡y a una mera excitación
del ánimo se le llama gozo en Cristo!
El resultado de esto es que las iglesias construidas sobre ese
inestable fundamento del emocionalismo, necesitan constantemente
más y más incitación emocional para sostenerse
y mantener llenos sus locales. Los predicadores anuncian los temas
de predicación más extravagantes y pintorescos para
atraer a la gente. Además, ocurre que tienen necesidad
de avivamientos periódicos; para lo cual contratan algún
"evangelista" sensacionalista, hombre o mujer, al que
anuncian en los medios de comunicación prometiendo especiales
emociones y estímulos extraordinarios. Luego se dice que
tales campañas han sido un éxito, y que cientos
y miles de almas se han convertido por estos evangelistas. Lo
que, por otra parte, es muy cierto, como los frutos lo demuestran
con el tiempo, pues realmente fueron convertidos por el predicador
pero no por el Espíritu de Cristo.
Yo levanto mi más completa y enérgica protesta contra
este mal del sentimentalismo y el decisionismo. Nada de eso se
ve en la predicación de Cristo y de los apóstoles.
Y emplazo a la Iglesia a volver a una sana predicación
y doctrina, a instruir a los jóvenes y a los mayores en
la verdad del evangelio, y a predicar un Cristo poderoso y un
pobre e inútil pecador, un pecador que puede venir a Cristo
sólo por el poder de su Espíritu y su gracia. Por
esa predicación reunirá Cristo a su Iglesia, y los
pecadores serán salvos y crecerán en el conocimiento
y la gracia de nuestro Señor Jesucristo.
¿Qué es, pues, venir a Cristo? Se trata de algo espiritual;
no consiste en un mero acto natural. Es un acto que procede del
corazón -de donde mana la vida-, no de las emociones superficiales
y cambiantes. Es un acto del hombre completo: corazón,
mente, voluntad, deseos y fuerzas. A Cristo se viene con todo
esto, en plenitud. Y no es el acto del hombre natural, sino del
espiritual; del que está cargado y trabajado con el pecado
y busca descanso; del que tiene hambre y sed de justicia y busca
el pan que no perece y el agua de vida; del que deplora sus tinieblas
y busca la luz; del que clama por resurrección desde las
profundidades de la muerte. Por ser un acto espiritual, ejecutado
por el hombre espiritual, nunca puede ser considerado como una
condición para la gracia, sino el fruto de ella por el
Espíritu Santo. Además, es un acto que, en última
instancia, nunca está concluido (como si alguien pudiera
decir que hace tal fecha que fue a Cristo, y con eso terminó
todo); antes bien, el ir a Cristo es la diaria necesidad y deleite
de todo el que ha nacido de nuevo. Ahora quisiera centrar vuestra
atención en varios aspectos de este venir a Cristo.
¿Qué hace una persona cuando viene al Cristo de la
Biblia? Creo que podemos distinguir cuatro elementos o pasos en
ese acto espiritual, a los que titularé: contrición,
reconocimiento, aspiración o anhelo, y apropiación.
Tenemos en primer lugar el elemento de la contrición. Consiste
en un dolor y tristeza según Dios producido por el hecho
de que el hombre ha obtenido un verdadero conocimiento espiritual
del pecado como pecado, y de sí mismo como pecador delante
de Dios. Lo que no significa meramente que sepa y reconozca que
hay algo malo en él; ni tiene nada que ver esto con el
dolor y pesar que producen los resultados negativos y amargos
del pecado; ni se refiere a un lamentarse por la persistencia
de algún hábito malo. No. Este pesar de la verdadera
contrición va a la raíz del asunto. Significa que
el pecador está conscientemente delante del tribunal de
la justicia divina; que la luz pura y penetrante de la justicia
de Dios le descubre su verdadera condición y valor como
pecador; y bajo la luz inexorable de esa justicia se ve a sí
mismo, su naturaleza, sus obras, su bondad imaginaria, su piedad
y religión, y descubre que no hay nada bueno en él,
que todo es corrupción, contaminación, iniquidad,
rebelión y violación de la ley de Dios; significa
que oye el veredicto divino declarando su culpabilidad y la sentencia
de su condenación. Pero hay más. También
significa, ¡oh profundidad de la gracia!, que ahora es él
mismo quien toma el lugar de Dios en ese juicio contra sí
propio y su condenación; ahora aborrece su pecado, reconoce
la justicia de la sentencia de Dios, y se postra en polvo y ceniza
ante el tribunal divino. Ve que como pecador no puede entrar en
la comunión con Dios, y confiesa que en lo que dependa
de él, no hay ninguna posibilidad. ¡Ahora está
lleno del verdadero dolor y tristeza según Dios!
El segundo elemento que encontramos en el acto de venir a Cristo
es el reconocimiento. Con esto quiero decir un conocimiento espiritual
y verdadero de Jesucristo como la revelación del Dios de
nuestra salvación. Digo conocimiento espiritual, para distinguirlo
del mero conocimiento natural e intelectual. Se trata de un conocimiento
más del corazón que de la cabeza. Es un conocimiento
del Dios de nuestra salvación en Cristo más experimental
que teórico; personal más que abstracto. Y hago
esta distinción no para rebajar el conocimiento doctrinal
de Cristo, ni mucho menos; al contrario, sin un conocimiento intelectual
de lo que Dios nos ha revelado, es imposible el conocimiento espiritual.
Lo que quiero señalar es que la mera teología no
es suficiente para la salvación. Alguien puede conocer
todo sobre Cristo sin conocerle a él realmente.
El conocimiento salvífico de Jesús supone que lo
contemplamos como la plenitud que llena nuestro vacío,
como el verdadero pan y agua de vida que necesitamos, como la
luz que disipa nuestras tinieblas, como la resurrección
que vence nuestra muerte. Es un conocimiento personal de Cristo
como aquel que nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación,
santificación, y redención. Este conocimiento
es el que nos hace tener en cuenta que Cristo nos atañe
profundamente y que poseerle es una cuestión de vida o
muerte.
De esta contrición, esta tristeza según Dios, este
reconocimiento de nuestra condenación por el juicio de
Dios, y este verdadero conocimiento del Salvador como la revelación
del Dios de nuestra salvación, surge el tercer elemento
que hemos mencionado: la aspiración o anhelo.
Viendo a Jesús como la plenitud que llena nuestro vacío,
como la justicia de Dios que es capaz de borrar nuestra injusticia,
como la luz que disipa nuestras tinieblas, como la resurrección
y la vida que vence a nuestra muerte, como el pan que sacia nuestra
hambre y el agua que apaga nuestra sed, entonces le anhelamos
a él y a todos sus beneficios: el perdón, la adopción
como hijos de Dios, el conocimiento de Dios, la justicia y la
santidad. Tenemos hambre y sed de él. Pedimos, buscamos,
llamamos porque anhelamos ser liberados de la culpa y del dominio
del pecado para tener paz con Dios y entrar en su bendita comunión.
¡Como el ciervo brama por las corrientes de aguas, así
clama por Dios nuestra alma, por el Dios vivo según se
ha revelado en las riquezas de su gracia en Jesús nuestro
Señor!
Y esto nos lleva al último paso: la apropiación
de Cristo y todos sus beneficios y bendiciones de la gracia. Lo
cual implica que yo sé, con un conocimiento suficiente,
que él es mío y yo le pertenezco por la insondable
gracia de Dios sobre mí. Significa que confío en
que él murió por mí, y que ahora por la fe
lavo mis vestiduras en su preciosa sangre, aferrándome
al perdón de pecados y a la justicia de Dios en él.
Significa que por la fe vivo en él, y él vive en
mí; y de él tomo gracia sobre gracia; que lo como
y bebo, y que por él me acerco a Dios y entro en la comunión
de su pacto. Ahora "estimo todas las cosas como pérdida
por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo
por basura, para ganar a Cristo" (Fil. 3:8).
Esas son las implicaciones del acto espiritual de venir a Cristo.
La manera y las circunstancias en las que cada uno lo lleva a
cabo no son siempre iguales. A veces existe un llamamiento repentino
a salir de las tinieblas, y se tiene una consciencia más
viva del cambio por el cual se es llevado a arrojarse a las misericordias
del Señor. Así fue con Pablo en el camino de Damasco.
En un instante se tornó de perseguidor de la Iglesia a
reconocer al Jesús que perseguía como su Salvador
y Señor. En muchos casos ocurre que se es instruido e inducido
gradualmente en el conocimiento de Cristo desde la infancia, y
luego no se recuerda en qué momento particular se fue a
Cristo. Así debió suceder con Timoteo. Esto es lo
más normal con los que nacen y se crían en la Iglesia.
Pero sea de una manera u otra, el acto de venir a Cristo siempre
contiene los elementos de contrición, conocimiento espiritual,
anhelo, y apropiación. Acto, además, nunca concluido;
pues continuamente vamos a Cristo en el dolor y tristeza según
Dios; en el reconocimiento de su plenitud; en anhelo y sed de
nuestras almas por el Dios de nuestra salvación, para beber
gratuitamente cada día del agua de la vida.
¡Todo el que quiera, puede venir! Cómo vendrá el pecador, es algo que se tratará en otro capítulo. Por ahora quede claro que el querer venir a Jesús está motivado por un verdadero arrepentimiento y dolor del pecado, que la voluntad es iluminada y dirigida por el verdadero conocimiento espiritual de Cristo como el Dios de nuestra salvación, está empujada por el fuerte anhelo del Dios vivo y de su gracia, y se expresa en apropiarse a Cristo y todas sus bendiciones espirituales. El que así viene a Cristo, nunca será avergonzado; pues está incluido en las palabras del Señor: "Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene no le echo fuera" (Jn. 6:37).